Las palabras mágicas
- El Pincha Uvas
- 19 lug
- Tempo di lettura: 2 min
Tenía un día libre.
“¿Duermo? ¿Entreno? ¿Ordeno el trastero? ¿Pinto la mesa del balcón?”
Ok, ya he decidido. Nada de eso.
Cojo la bici gravel, le cargo la tienda, la esterilla y el saco de dormir y me voy a dormir al río.
Hacía tiempo que lo quería hacer.
Quien me conoce no se lo cree, pero nunca había dormido solo en tienda. Nunca.
He hecho grandes viajes en bici. Durmiendo en tienda, solo dos: de Biarritz a Milán cruzando los Pirineos y la Wild Atlantic Way en Irlanda.
Pero la tienda no era mía. Era de mi socio Nicolò. Dormíamos juntos.
En diciembre me compré una.
Pedí consejo a Ilenia, a Pietro y a otros cicloviajeros que conozco.
Estudié mucho.
Casi me he convertido en un experto en tiendas.
Y escogí una, de precio básico, que representaba un muy buen compromiso para mis viajes.
Es de fabricación asiática, autoportante, y de un verde que se camufla bien cuando la montas en lugares prohibidos o escondidos.
El viernes por la mañana, con calma, empecé a pedalear en dirección a Bereguardo.
Quería adentrarme por los caminos de tierra del Parque del Ticino.
Descubrí lugares maravillosos. Parecía un cuento de hadas.
Encontré arroyos, puentes de madera, bosques, tierra y grava.
Encontré un silencio maravilloso. Había soledad.
Y después de mucho pedalear, en Vigevano, concretamente en Buccella, me detuve en un meandro del río que había elegido por internet.
Abrí la bolsa bajo el sillín, cogí el bañador, un libro, las gafas (ay...) y el agua.
Había llegado el momento de descansar. Me quedaría allí hasta el día siguiente.
¿Qué hice como primera cosa? Obviamente, me dormí durante media hora. Necesitaba recuperar fuerzas.
Después me bañé, leí un libro, escuché música catalana y cené.
Sí, dormí allí.
No, no dormí bien.
No paraba de pensar que podían venir los forestales a multarme.
No hacía nada malo. Pero no se puede dormir en esa zona.
Al despertar, lo volví a cargar todo en la bici.
Y busqué un sitio para desayunar.
En un momento entró una madre.
Llevaba el móvil en la mano. Escribía sin parar.
Con ella iba su hija. Debía de tener unos 6 años.
"Mamá, quiero la tarta. Mamá, quiero el zumo. Mamá, quiero el croissant."
"Quiero, quiero, quiero, quiero." Lo repitió al menos cuatro veces seguidas.
Yo a mis hijos siempre les decía: "No se dice quiero. La hierba 'quiero' no crece ni en el jardín del rey." (en Italia es una frase que se dice a los niños pequeños para enseñarles a decir “me gustaría” o “quisiera”)
¿Ya no se dice eso a los niños?
La madre, sin dejar de escribir, le pidió a la niña:
"Pide un café para mí."
"¡Un café para mamá!", dijo a la camarera apoyándose en la barra.
Punto.
Pensé: "Díselo mamá, venga, pídele que le añada el por favor."
Nada. Silencio.
Las palabras mágicas: "perdón, por favor, gracias".
En ese bar, las eché mucho de menos.
Las palabras mágicas son sencillas.
Y sin embargo, son poderosas.
Hacen que el mundo sea más humano, más bonito.
"Perdón, por favor, gracias".
Siempre se aprende.
Incluso en el momento en que recuperas fuerzas después de haber llenado el corazón de cosas bonitas.
Como siempre, ha sido una buena ruta en bici.
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